Silvia Susana Jácome - - - sexóloga educativa - - -

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Todos los caminos... (cuento)

28 Feb 14 - 21:00

Todos los caminos…
 
Silvia Susana Jácome

Apenas terminaba de comer en uno de los restaurancitos italianos del Callejón de Diamante, cuando Mayela se sintió mal. No era un malestar físico, no era por la lasagna -demasiado condimentada para su gusto- ni por la copa de vino que acababa de consumir. Su malestar era de otra naturaleza, era un desánimo, una desazón y, otra vez, la duda de siempre, ¿había hecho bien en tomar esa determinación que habría cambiado su vida? Ya no podía seguirlo postergando, era necesario volver a ver a Laura Elena, la psicóloga que años atrás le había ayudado a encontrar cierta paz en su interior.
Decidió que era mejor volver a casa caminando. Sí, tenía que subir las pendientes de una ciudad como Xalapa que, desde su llegada hacía más de diez años, le había enamorado. Me hará bien caminar, despejar mi mente, ordenar mis pensamientos pero, sobre todo, mis emociones, se dijo.
A sus 55 años sabía muy bien que, como fuera, sobre sus pensamientos tenía cierto control, aunque las emociones eran otra cosa. Eran como un gato escurridizo que no se deja atrapar pero que, cuando menos lo pensamos, se nos acurruca en el regazo y se deja acariciar.
Le vino bien la neblina de la tarde y ese chipi-chipi que en otros tiempos fuera cotidiano en esta ciudad, pero que desde hacía rato se hacía presente muy de vez en cuando.
Tomó la avenida Ávila Camacho y al pasar por el parque de Los Tecajetes le pareció buena idea entrar por un momento. Era buena hora, todavía estaría abierto. Se sentó en una de las bancas y se puso a pensar en aquellos lejanos días, cuando conoció los rostros de la depresión. Se acababa de separar de su pareja y las cosas no habían ocurrido como ella esperaba. En esos ayeres –hacía ya más de 7 años- buscó consuelo en la iglesia –como en sus años de juventud- pero bastó un sermón que ella calificó de misógino, en donde el cura proclamaba la carta de San Pablo en donde se conminaba las mujeres a ser obedientes ante el marido, para alejarla nuevamente. Fue ese domingo, echando chispas a la salida de misa cuando, en sus largas caminatas, pasó por enfrente de La Rueca de Gandhi –una librería ubicada en la calle de Úrsulo Galván- y vio un anuncio que invitaba a sesiones de meditación budista.
Al domingo siguiente ya no fue a misa sino que acudió puntual a La Rueca de Gandhi. Ahí se encontró en un ambiente muy distinto. Todos los domingos se levantaba temprano –cosa rara en ella- con la ilusión de encontrar un poco de paz y con la convicción de sentirse cobijada no sólo por la… ¿sacerdotisa?, ¿ministra?, bien a bien nunca había sabido qué cargo ostentaba aquella mujer que vestía esas túnicas guindas y amarillas, pero le quedaba claro que su vida estaba cambiando.
A los dos meses la depresión era sólo un recuerdo y dio gracias a Dios -¿o a Buda?- el que aquel domingo la hubiera puesto frente a aquella invitación. Sonrío al pensar que Dios –el único Dios que conocía desde su infancia- la hubiera llevado por esos caminos, a sabiendas que los curas católicos no le inspiraban confianza por más esfuerzos que hiciera.
A las pocas semanas la mujer budista se tuvo que ir de Xalapa y se acabaron los domingos de meditación. Le dio tristeza, pero se sintió aliviada al saber, o presentir, que el momento más difícil de su depre ya estaba superado. Aun así, una antigua compañera de la universidad le recomendó que viera a Laura Elena, una psicóloga que tenía su consultorio en el viejo barrio de La Condesa, en la Ciudad de México.
Casi siete años después Mayela volvía a esos rumbos que tanto le gustaban desde que era chica y cuando su papá la llevaba a ella y a su hermano al viejo y desaparecido cine Lido, donde se regodeó con aquellas grandes producciones como Los Diez Mandamientos, Ben-Hur o El Manto Sagrado; casi todas películas vinculadas con temas bíblicos y religiosos, pero en ese entonces ella era una niña muy devota y pensaba que Moisés y los mártires que morían en el Coliseo romano por defender su fe eran personajes admirables.
Se sorprendió cuando su padre le dijo que todavía existía uno de esos coliseos, en Roma. -¿Y todavía ponen a pelear a los cristianos contra los leones? –le preguntó con unos ojos así de grandes, sorprendida de aquella revelación. –No –respondió su padre, divertido- ahora es un monumento histórico al que acuden los turistas, pero ya no hay peleas ni nada de eso. -¿Y podemos ir al Coliseo, para verlo? –Ay, corazón, está muy lejos. Pero a lo mejor, si estudias mucho, cuando seas grande tendrás un buen trabajo y podrás ir a verlo.
El cine Lido ya no existía, en su lugar se encontró, aliviada, con un Centro Cultural en donde había librerías y una pequeña sala cinematográfica. Se sintió aliviada porque no habían corrido con la misma suerte muchos otros recintos que visitaba en su niñez y que ahora eran centros comerciales. Recordó la canción de Serrat que habla de los fantasmas del Roxy, “un cine de reestreno preferente” que no existía más y que había sido derruido para construir una sucursal del Banco Central; y cuyos vigilantes aseguraban que por las noches se hacían presentes las estrellas de todas aquellas películas que en su tiempo se habrían exhibido, como Clark Gable o Glenn Ford.
Llegó con Laura Elena. Una mujer de alrededor de la cincuentena, elegante, atractiva y con una jovialidad contagiosa. Luego de ponerse al tanto de las últimas noticias, ambas pasaron al consultorio y dio inicio la sesión. El lugar había cambiado muy poco desde la última vez que se encontraron. La novedad era un sofá de dos plazas en color arena y una pequeña fuente que producía un sonido relajante. El sillón de Laura Elena, la mesa lateral con unas piedrecillas de colores y los tonos claros en las paredes seguían siendo los mismos. Notó que la planta del rincón ahora estaba más verde y un poco más frondosa. Le hizo gracia recordar que la primera vez que acudió a la consulta esperaba encontrar un diván, como en las series de televisión.
En pocos minutos Mayela estaba tratando de ubicar qué fue lo que detonó su malestar aquella tarde en el Callejón del Diamante. Quizá probar una lasagna y añorar la que preparaba su pareja y que, cada que la degustaba, le sabía deliciosa; quizá fue al pasar por los puestos de artesanías y recordar que más de una ocasión le compró aretes a los hippies que ahí se instalaban los fines de semana. Quizá… -no lo sé, -admitió Mayela- desde ese día todo me la recuerda.
-¿Quisieras volver con ella? –preguntó Laura Elena.
-Claro –respondió Mayela- sin ninguna duda.
-¿Y qué te lo impide?
-Mi propia condición. Eso es lo paradójico y lo que, de alguna manera, me da tanto coraje y, al mismo tiempo, me provoca tanto dolor. Que a partir de que decidí ser yo misma y dejar de fingir ser lo que no soy me siento mucho mejor. Soy mejor ser humano, más sensible, más empoderado, por decirlo de alguna manera, con muchas más cosas para dar, sin tantos resentimientos, sin tanta violencia como antes…
-Ya sabías lo que estabas arriesgando.
-Sí, tal como lo hablamos aquella ocasión –recordó Mayela- fue mi decisión, la tomé y no me arrepiento, pero…
-Es importante que te hagas responsable de tus decisiones.
-Sí, claro. Y no me puedo quejar, nos seguimos viendo, seguimos hablando de nuestras cosas, de nuestros proyectos… bueno, ella de sus proyectos y yo de los míos, porque ya no tenemos proyectos en común…
Al cabo de 50 minutos y de un momento de mucha tensión en donde las lágrimas y las emociones fluyeron, Mayela se sentía mejor, con ánimo para enfrentar lo que viniera y convencida que su felicidad dependía de ella misma y de nadie más.
Al salir del consultorio, Mayela tomó un taxi al hotel para recoger sus cosas e irse a la TAPO donde abordaría el ADO que la llevara de regreso a Xalapa. En el semáforo de Benjamín Franklin y Tacubaya se les emparejó un Sentra color vino y el conductor sacó la cabeza para gritarle: “¡prima!
Era Jesús, su primo, un año mayor que ella y con quien compartiera juegos, confidencias y aventuras en su juventud. Antes de que el semáforo cambiara a verde, Jesús sacó una tarjeta, se la dio a Mayela y le dijo que le llamara, que tenía muchas ganas de platicar con ella.
La mujer cambió sus planes y al día siguiente, por la tarde, degustaba un capuchino en una de las mesas al aire libre en la esquina de Goya y Augusto Rodin, en Mixcoac, muy cerca de la calle de Campana en donde Mayela pasara prácticamente toda su adolescencia –de los 8 a los 16 años- y muy cerca, también, del Colegio Simón Bolívar, manejado por hermanos lasallistas y donde cursara la primaria y la secundaria. Con toda intención llegó antes a la cita con Jesús, quería volver a caminar por esas calles, reencontrarse con parte de su pasado. Vio, con nostalgia, que el Callejón del Diablo ahora estaba pavimentado y hasta vio circular algunos autos. Nada que ver con ese callejón oscuro y maloliente que en época de lluvias se convertía en un lodazal prácticamente intransitable. Recordó las recomendaciones de su madre de jamás atravesar sola el callejón, está llena de vagos y maleantes, le repetía.
Le daba ilusión volver a ver a su primo. Desde la muerte del tío Rubén, y el sepelio en el Panteón de Los Cipreses, no lo había vuelto a ver.
-Te ves muy bien, prima –le dijo Jesús al tiempo que le daba un abrazo con mucho cariño- nunca pensé que tu cambio fuera a ser tan favorable.
-Muchas gracias, primo, tú también te ves bien.
Jesús insistió en invitarle un strudel de manzana, pese a los esfuerzos que hizo ella por rechazarlo so pretexto de las calorías y el azúcar. –No te hagas de la boca chiquita, prima, siempre te han gustado los postres, y con el cuerpo que tienes, perfectamente puedes darte estos lujos de vez en cuando.
Qué bien se sentía Mayela, apreciada, valorada y, sobre todo, querida por su primo a quien, ciertamente, le había costado trabajo aceptar su cambio en un principio pero, de un tiempo a esta parte no tenía ningún inconveniente al respecto.
De pronto, el gesto de Mayela se transformó al ver a un hombre que se acercaba por detrás de su primo; él, de manera casi instintiva, volteó para ver de qué se trataba. Se sorprendió al encontrarse con el padre Emiliano, un hombre de unos 80 años, de cabello cano y ojos azules al que saludó con mucha efusividad y olvidando de inmediato el gesto de su prima. –Padre, qué gusto encontrarlo por aquí –dijo al momento que se ponía de pie y le daba la mano- mire, le presento a mi prima.
-Mayela Beltrán –apenas y pudo pronunciar su nombre pues sin darse cuenta empezó a temblar y a sentir escalofríos.
-Mucho gusto, señora –dijo secamente el sacerdote- no se levante, por favor.
Quizá porque el ministro percibió la reacción de Mayela o porque efectivamente tuviera prisa, no se sentó con ellos a pesar de las insistencias de Jesús. –Perdóname, de verdad –le dijo- tengo cosas urgentes que hacer, llámame y con mucho gusto nos tomamos un café en los próximos días.
Fue cuando se alejó el padre Emiliano que Jesús cayó en la cuenta de la reacción de su prima; seguía pálida. -¿Qué te pasa?, ¿por qué te pusiste así?, ¿lo conoces?
-No –admitió Mayela- pero no sé… al verlo sentí algo muy feo. Me recordó al venerable Jorge, el monje que sale en El nombre de la rosa… te digo, no es que se parezca, bueno, a lo mejor un poquito, pero esa expresión tan dura, su olor a tabaco tan penetrante…
-El venerable Jorge no fumaba –interrumpió Jesús.
-No, claro que no, además ni en el libro ni en la película percibimos aromas, pero te digo que fue algo irracional. Quizá es que nada más veo alzacuellos y me pongo a la defensiva.
-Pero tú misma, cuando éramos jóvenes, estabas metida en el Movimiento de Jornadas, íbamos a las misiones, preparabas niños para su Primera Comunión, encabezabas el Rosario de la Aurora, ¿ya no te acuerdas? –le recordó Jesús- ¿por qué de pronto esa aversión hacia la iglesia?
Mayela, nerviosa, buscó algo en su bolso, un chicle, un caramelo, de haber fumado habría sacado la cajetilla en ese momento. Revolvió y no encontró lo que buscaba, así es que optó por extraer su labial y un espejito para retocarse mientras respondía la pregunta, lo que necesitaba era mantener las manos ocupadas. –Eran otros tiempos, primo, era cuando la Teología de la Liberación estaba en su apogeo, la opción preferencial por los pobres- hablaba mientras sostenía el labial en una mano y el espejo en la otra. -A mí en lo personal el rosario siempre me pareció un martirio, aburrido y ocioso. Sí, como tú dices, dirigía el Rosario de la Aurora y me levantaba a las 5 de la mañana para rezarlo con la gente, pero no era por la oración en sí misma, era el pretexto para poderme acercar a esas personas y tratar de cambiar su condición. Cómo me acuerdo de ese día en Santiago Tlazala, la mujer a la que se le enfermó su hija, tú estabas ahí.
Jesús asintió con la cabeza, triste. –Fue horrible –siguió Mayela- la mujer angustiada por la fiebre de su hija. Afortunadamente teníamos la camionetita y la pude llevar a Villa del Carbón para que un médico viera a la niña. Yo esperé afuera, en la camioneta, y a los 15 minutos salió la mujer con la niña en brazos; le pregunté qué le había dicho el doctor. Se va a morir mi niña, me dijo. Pero lo dijo así, como te lo estoy diciendo yo, o quizá hasta más tranquila, no, no tranquila, resignada. ¿Cómo que se va a morir?, le pregunté, yo sí un poco alterada. Sí, se me va a morir porque el doctorcito le recetó unas medicinas y yo no tengo para comprárselas, dijo. Por supuesto que en ese momento fuimos a la farmacia y yo le compré las medicinas que necesitaba y la niña se salvó. Pero, ¿qué iba a pasar cuando no estuviéramos?, ¿qué pasa todos los días, qué está pasando en este momento con miles de señoras como aquella a quienes se les enferman sus criaturas y no tienen 50 pesos para comprarles sus medicinas? Por eso es que yo iba a las misiones, porque la iglesia en ese entonces era sensible a las necesidades de la gente pobre y promovía esas acciones que quizá sirvieran de muy poco, pero al menos era llevarle una esperanza a esa pobre gente. ¿Pero qué pasó?, se murió Paulo VI y se murió la Teología de la Liberación. Llegó Juan Pablo II, bueno, no, antes llegó Juan Pablo I y apenas y duró un mes, la de malas que algo le cayó mal y se murió. Seguramente un tecito o algo que le habrán dado. Ya empezaba la iglesia a mostrar de nuevo ese rostro de la Edad Media, intransigente, alejada de las necesidades de la población, preocupada únicamente por su poder y por su enriquecimiento. ¿Y qué hizo Juan Pablo II?, aliarse con Ronald Reagan y con Margaret Tatcher para tirar el comunismo, como si su misión fuera la política y sabiendo que desde la Casa Blanca se apoyaban regímenes autoritarios en América Latina. Y de las primeras cosas que hizo el polaco fue condenar la Teología de la Liberación, someter a teólogos y curas progresistas y comprometidos como Leonardo Boff o Jon Sobrino. Se cerraron institutos religiosos que estaban inspirados en la Teología de la Liberación. Pero eso no fue lo peor de Juan Pablo II, primo, no, lo peor fue que solapó la pederastia entre los curas, el caso de Marcial Maciel fue uno de los más sonados, pero hubo muchos otros, en Irlanda, en Estados Unidos, muchos otros que…
Mayela no pudo seguir, hacia un esfuerzo pero se le cerraba la garganta y la mirada se le nublaba. Soltó el llanto, como si una presa se hubiera desbordado luego de la tempestad, como si, tras muchos años de callar, de pronto todo ese dolor contenido hubiera reventado. Jesús, asustado, sólo atinó a abrazarla sin decirle nada, dejarla llorar, permitir que sacara lo que quizá jamás se habría atrevido a sacar. Mayela no sólo lloraba, temblaba sin control, queriendo articular palabras que no le salían de la boca y que se atoraban en el corazón. –Ya, prima –le decía Jesús en voz muy baja al tiempo que le acariciaba la cabeza y le daba besos en el cabello- no te pongas así, te va a hacer daño.
-¿Me puedes…me puedes hacer un favor? –le dijo Mayela cuando por fin pudo articular tres palabras seguidas. –Lo que quieras. –Llámale a Laura Elena… aquí en mi celular está su número, y llévame con ella, por favor.
-¿Quién es Laura Elena? –Llámala por favor y dile que me urge verla, está en la Condesa.
Una hora después está frente a la psicóloga que, solidaria, renunció a su hora de comida para escuchar a Mayela.
-¿Por qué nunca me habías hablado de eso?
-Pensé que estaba superado. Al principio sufrí mucho, no tenía con quién hablarlo, a quién preguntarle si lo que había hecho estaba mal o estaba bien. Pensaba que estaba mal porque nos decían que el cuerpo, que el sexo, todo eso que no se atrevían a decirlo claramente pero, bueno, sabíamos que hay partes del cuerpo que no se tocan. Pero, por otro lado, era un sacerdote, ¿cómo un sacerdote me iba a hacer daño? Yo no sabía qué hacer.
-¿No sentiste el impulso de decirle algo a tu mamá?
-En un primer momento, sí. Pero luego me acordé que apenas un año antes, cuando yo tenía como diez y, claro, sin nada de información sobre la sexualidad, le pregunté cómo sabían los doctores si el bebé, al nacer, era niño o era niña. Te puede parecer muy tonto, pero no lo sabía.
-¿Y qué pasó?
-Se puso muy nerviosa, volteaba para todos lados como queriendo eludir la pregunta. Y como se la volví a hacer, me dijo, “por la carita, si tienen la carita tierna, son niñas”, y se fue como enojada. Entonces me sentí muy mal de haberle hecho esa pregunta, me sentí mala, como que de esas cosas no tendrían que hablar los niños. Entonces, imagínate, si así se había puesto con esa pregunta, le salgo con lo que me hizo el curita, capaz que le da un infarto.
-Entonces te lo callaste todo este tiempo.
 -Sí, Laura Elena.
-¿Y cómo te sientes ahora que lo platicas?
-Mal, con vergüenza, con miedo… no sé… muy triste, enojada, tonta… todo eso.
-¿Con vergüenza?
-Sí, como si yo hubiera hecho algo malo.
-¿Tú crees que hiciste algo malo?
-Creo que no, pero no estoy segura.
-¿Quieres hablar de cómo fue?, ¿a lo mejor al verbalizarlo descubres qué es lo que sientes que hiciste mal?
-Sí. Como te dije, yo estaba en quinto año, tendría unos 11 años. Todos los primeros viernes de mes había misa y comulgábamos, pero antes nos teníamos que confesar. No era el mismo cura de antes. Este era nuevo, yo no lo conocía. Un hombre gordo, quizá de unos 40 años o hasta menos, pero a mí me parecía un anciano. Su boca olía a cigarro y a comida echada a perder. Espantoso el señor. Mientras me confesaba me preguntó si yo me había masturbado; le dije que sí. Me dijo que le contara con detalles cómo me masturbaba; eso me incomodaba mucho, pero pensaba que era la consecuencia de mi pecado. Entonces me dijo que era un pecado muy grave y que tendríamos que platicar con más calma, que me esperaría en la tarde en la casa parroquial para platicar y poderme dar la absolución. Yo no sabía qué inventarle a mi madre para decirle que iba a ir con el cura, ni modo que le dijera que me masturbaba y que me había dicho que fuera en la tarde para que me diera a absolución. Entonces le inventé que me había ganado unos libros sobre la vida de Jesús pero que tenía que ir a recogerlos a la casa parroquial. No quedaba lejos de mi casa, podía ir a pie. En esos tiempos, a los 11 años andábamos en la calle sin ningún problema.
La voz se le empieza a cortar a Mayela y unas lágrimas escurren por su rostro. Laura Elena le acerca unos kleenex y le pregunta si quiere hacer un alto.
-No, está bien, me hace bien sacar todo esto. Te decía que fui a ver al cura, me abrió una señora que me imagino que le ayudaba con la limpieza y el cura le dijo que fuera al Centro a conseguirle ostias o no sé qué cosa. Quería que estuviéramos solos. Y el muy maldito todavía hizo la faramalla de inventar la confesión, ya sabes, el Ave María Purísima, sin pecado concebida y todo ese rollo, para que yo me la creyera. Y entonces me dice, ahora sí, cuéntame cómo te masturbas. Yo ya le había dicho pero insistió, y cuando le estoy contando me dice, no, pero hazlo, como si lo estuvieras haciendo. Y yo pues sobre mi ropa empecé a hacer el movimiento. Y entonces él me tomó la mano y me empezó a tocar, y luego llevó mi mano a su entrepierna y, bueno, ya te imaginarás…
A Mayela se le iba el aire. Las últimas palabras salieron con mucho trabajo, pero era preciso sacarlas, ella lo sabía, alguien tenía que saber cómo habían pasado las cosas. Volvió a llorar, ya no con ese llanto desenfrenado y con esa tembladera que le agarró horas antes, con su primo. Ahora era un llanto reposado. Trató de seguir contando y Laura Elena le hizo una señal para que callara y le acercó más pañuelos desechables. La veía llorar, pero más que eso era como cuidar su llanto, acompañarla, sin decirle nada, sin tocarla siquiera, sólo con la mirada. Una mirada que reconfortaba a Mayela y en la que la psicóloga le decía tú no tienes ninguna culpa, tú no tienes porqué sentirte avergonzada de nada, tú has sido muy valiente al afrontar todo esto sola.
Mayela salió de ahí reconfortada. Sabiendo que, en efecto, no tenía por qué permitir que la vergüenza y a culpa se apoderaran de ella; bastante daño había sufrido como para todavía seguirse mortificando.
Pasó por enfrente del Centro Cultural donde años atrás estaba el cine Lido. Y le vino a la mente, en automático, el domingo posterior a ese viernes primero de sus años de infancia. Desde la mañana su padre había notado algo extraño en Mayela y le había permitido quedarse acostada hasta tarde, no quería ir a misa, no quería ir a ningún lado.
-¿Tampoco quieres ir al cine? –le preguntó su padre- pasan Lawrence de Arabia, te va a gustar.
-No me siento bien, papa.
-Vamos, y te compro un gaznate.
Qué cara habría puesto el papá que Mayela aceptó ir, no quería preocuparlo.
A la salida del cine, una vez que se terminó el gaznate, su papá sacó el pañuelo y le limpió la boca que había quedado blanca con el merengue.  A diferencia de otras ocasiones en que Mayela se reía cada vez que le restregaba el pañuelo en la cara, esta vez permaneció seria.
-Tú tienes algo y no nos lo quieres decir –le dijo, serio, pero con ternura- cuéntame, te prometo que no se lo diré a nadie.
Mayela sintió la confianza que le inspiraba su padre y estuvo a punto de decirle, pero no encontraba las palabras. En ese momento pasó un señor vendiendo globos y su hermano le pidió uno amarillo bien grande al papá. Se lo compró y le compró otro más grande a Mayela. Y ya no dijo más, se quedó callada más de 40 años, escondiendo el dolor hasta el rincón más profundo de sus entrañas.
Hubo dos sesiones más con Laura Elena. En ellas Mayela se sumergía en sus recuerdos y en la más profunda tristeza. Una tristeza que poco a poco se fue transformando en rabia, en coraje. La vergüenza y la culpa habían dado paso a otros sentimientos, el odio, el deseo de venganza.
-¿Quisieras vengarte del cura? –le preguntó Laura Elena.
-Sí, quisiera matarlo.
-Si lo tuvieras enfrente, ¿lo matarías?
-No, porque me meterían a la cárcel  y no quiero irme a la cárcel.
-¿Y si pudieras meterlo a la cárcel?
-Eso me haría la mujer más feliz del mundo.

***
Ocho meses después Mayela aterriza en el aeropuerto de Fiumiccino, en Roma. Tras las sesiones con Laura Elena se dio cuenta que lo único que le haría olvidar para siempre esa humillación era buscar la justicia. Un buen amigo, periodista, lo puso en contacto con otras víctimas que en los años sesenta sufrieron abuso sexual  por parte de sacerdotes. A través de esa red se enteró que el padre Molina –así se llamaba- seguía vivo y era profesor en la Pontificia Universidad Gregoriana.
Lo primero que le llamó la atención al llegar al aeropuerto de Roma fue su encuentro con los carritos que le permiten a los turistas llevar el equipaje por los pasillos. Tenían un orificio para las monedas, había que depositar un euro y, al final, al empotrar el carrito con los demás en un lugar reservado para tal efecto, la moneda sería devuelta. Junto al orificio encontró una leyenda, rayoneada con unas llaves o con un objeto puntiagudo que decía: “Ladri” (ladrones). Le pareció que algo semejante sería perfectamente posible en su país. Sonrió.
Abordó el tren que la llevaría a la estación de Termini, desde donde no tendría que caminar más de cuatro cuadras para llegar al Hotel Verona, en donde tenía lista la reservación. En el camino, y al llegar al hotel y resolver con el administrador unos problemitas que habían surgido con la reservación –la agencia había confundido las fechas- se dio cuenta que el italiano que había aprendido a los 15 años no se le había olvidado. Era curioso, desde ese entonces su mayor anhelo era viajar a Roma, conocer el Coliseo del que tanto le hablaba su papá en la infancia. A partir de las clases de italiano trataba de practicarlo como fuera, leyendo algunas revistas, viendo películas italianas tratando de no atender los subtítulos, escuchando canciones italianas, lo que fuera. Alguna vez había dicho que era “una italiana atrapada en el cuerpo de una mexicana”.
Ya era tarde, salió a cenar y cerca del hotel se encontró con un establecimiento atendido por un turco. Mayela dudó entre un kebab o una pizza, pero convencida que encontraría pizzas en cualquier esquina optó por el kebab y no se arrepintió.
Al día siguiente, muy temprano, se dirigió al Coliseo. No podía dejar pasar la oportunidad y, antes de que sus actividades la absorbieran, tenía que cumplir con ese sueño tan largamente acariciado. Se subió al Metro y descendió en la estación Colosseo. Apenas cruzó las puertas del Metro se topó con la monumental construcción. Fue un impacto. Ella pensó que tendría que caminar algunas cuadras y que lo vería lejano, y que conforme se fuera acercando iría descubriendo los detalles. Pero no, apenas tendría que atravesar la calle para estar ahí. Su corazón palpitó aceleradamente y lamentó que ya no estuviera su padre para, al regresar a México, contarle con lujo de detalles cada una de las experiencias que estaba viviendo y decirle que habría tenido razón al decirle que todos los caminos conducen a Roma.
Lo que también lamentaba es que los caminos que a ella la habían traído no eran los de una turista. Qué diferencia si hubiera sido un viaje de placer, con su pareja, en otros tiempos; abordar el tren, viajar a Venecia, subirse a una góndola, recorrer las campiñas, conocer Asís, el pueblito del poverello Francesco. Este viaje, en cambio, no tenía nada de turístico, salvo estas pocas horas robadas a su agenda. Era, más bien, confrontar al sacerdote que tanto la había lastimado, pero confrontarse con ella misma, con su dolor, con el silencio de tantos años. Era la exigencia de justicia, la reivindicación de sus derechos humanos.
Se había quedado de ver con Fermín en la Fuente de Trevi. Fue plan con maña, reconoció, un pretexto para conocer algunas de las bellezas romanas antes de sumergirse en este asunto tan escabroso y que ya no podía seguir posponiendo.
Llegó unos minutos antes para disfrutar la belleza del lugar, recordar –era inevitable- a Marcelo Mastroniani y Anita Ekberg caminando en sus aguas en una de las viejas películas de Fellini, La Dolce Vita.
Minutos después llegó Fermín, un hombre que a sus más de 60 años se mantenía fuerte y vigoroso. Él había sido uno de los muchos seminaristas abusados sexualmente por el padre Maciel y, junto con muchas otras víctimas, había iniciado una investigación para documentar los casos y abrir un proceso para exigir a la Santa Sede que actuara en consecuencia. El mismo Fermín estaba sorprendido de que el padre Molina, quien vivía en Roma desde hacía más de 20 años, hubiera accedido a tener un encuentro con Mayela. –Algo debe traer entre manos –le dijo a Mayela mientras se dirigían a la Osteria Allegro Pachino en la Via dei Crociferi, a unos pasos de la Fontana di Trevi.
Una tarantella de Gabriella Ferri que sonaba en la Hostería y el delicioso Spaghetti alla Carbonara que pidió, no impidieron que Mayela escuchara atentamente a Fermín cuando le contaba que el padre Molina había sido trasladado a Roma para protegerlo, luego de algunas acusaciones que se habían hecho públicas en México.
-¿Así que no fui la única víctima de este señor? –preguntó Mayela. –Desgraciadamente no. Tenemos documentados, por lo menos, los casos de otros 22 niños que, por supuesto, ahora son adultos y que no han querido involucrarse –respondió Fermín.
–Los entiendo, no es fácil. Por cierto, ¿tú estarás presente en la conversación?
-Logré que me permitieran estar, pero sólo como testigo. Podré escuchar todo lo que se diga pero no podré abrir la boca.
-Bueno, por lo menos. No me sentiré como una oveja en medio de los lobos.
-Seré un perro pastor, pero sin poder ladrar –rio Fermín y a Mayela le gustó la mirada serena del ex seminarista, hoy dedicado a dar clases de Filosofía en la Universidad de Salamanca, en España.
Una hora más tarde están en el Vaticano. A Mayela le sorprenden las dimensiones de la Plaza de San Pedro. –En las fotos no parece tan grande –comenta. Fermín le explica que es una ilusión óptica ya que comparamos las dimensiones de la plaza con las columnas, pero como las columnas son monumentales se pierden las proporciones. Cuando ingresan a los jardines que los conducirán a las oficinas en donde se llevará a cabo el encuentro, a la mujer le sorprende, y le indigna, tanto lujo; otra vez es el maestro de Filosofía quien le explica que lo que hoy conocemos como lujo se inventó en el imperio romano. –No olvidemos que en el siglo IV el emperador Constantino se convierte al cristianismo, pero no es propiamente una conversión es, más bien, una alianza. Una alianza entre la incipiente iglesia inspirada por Jesucristo pero fundada por Pedro, y el imperio romano que para ese entonces había iniciado un proceso de decadencia. Entonces la iglesia católica heredó todo el lujo imperial.
No era nada nuevo; muchas veces, desde su juventud, Mayela se había dado cuenta de la contradicción entre el mensaje evangélico que privilegiaba a los pobres, con la ostentación de la iglesia católica. Pero estando aquí cobraba conciencia de las dimensiones de esa contradicción. En el Vaticano no podía encontrar al Cristo humilde de los Evangelios, más bien visualizaba a un Cristo emperador, el César Jesucristo, bromeó con Fermín. Deseó poder quedarse unos días más para viajar a Asís y descubrir, quizá, un rostro diferente de la iglesia. Lo comentó con Fermín, quien le dijo que, desde luego, no encontraría todo el lujo que aquí se respiraba, y que de no haberse dado ciertas circunstancias Francisco de Asís habría pasado a la historia como un hereje. –Y es que –dijo- la iglesia imperial no podía permitir que un hombre que había captado esa contradicción lo hiciera público. No olvidemos que Francisco era un hombre rico, pero al conocer el mensaje de Jesús se avergüenza de su riqueza, se despoja de ella y, convertido en un hombre pobre, predica en sí mismo la pobreza de Jesús. Eso no lo hubiera tolerado la iglesia.
- ¿Y entonces por qué lo consintió y hasta lo hizo santo? -Preguntó Mayela.
-Porque Francisco tenía influencias. No te olvides que era muy amigo de Santa Clara, hay quienes dicen que incluso eran novios; y la madre de Santa Clara era muy cercana al papa Inocencio III. Ella intercedió para que Francisco no sólo no fuera acusado de herejía sino que incluso contara con el apoyo de Roma. Cosa que, por otro lado, le vino muy bien a la iglesia, porque cuando quiere presumir de la santa pobreza, pone a Francisco por delante y asunto resuelto.
Mayela hubiera querido abordar un tren en ese momento y viajar a Asís, con la grata compañía de Fermín quien no solamente la instruía acerca de las muchas contradicciones de la iglesia sino que, sobre todo, le estaba brindando todo el apoyo para enfrentar este momento tan difícil.
Minutos más tarde los hicieron pasar a una de las oficinas que desbordaba de esplendor. Alfombras multicolores, cortinas de telas finas, objetos de mármol por doquier, muebles de caoba con herrería chapeada en oro -¿o sería de oro puro?- cristal de Murano… no había espacio que no diera cuenta de la ostentación. Se preguntó si el traje sastre en gris oscuro era la indumentaria más adecuada para la ocasión o si debió haber vestido algo aún más sobrio.
Los sentaron en una larga mesa ovalada, con sillas altas y pesadas, forradas en terciopelo rojo. Enseguida hizo su aparición un séquito de seis ministros –algunos de ellos Cardenales- y el padre Molina. A pesar de los años que habían pasado desde aquel desafortunado encuentro, Mayela lo reconoció y no pudo evitar un ligero temblor en todo su cuerpo. La mano fuerte de Fermín la tomo del brazo y gracias a ello no se desvaneció.
Luego de las presentaciones de rigor, uno de los sacerdotes –quizá el más joven, aun y cuando era evidente que rebasaba los 70- le pidió a Mayela que hiciera una narración detallada –subrayó el detallada- de los hechos. Así lo hizo, sin titubeos y con entereza.
Al final, fue el padre Molina quien tomó la palabra.
-Si he permitido que esta mujer llegue hasta aquí a hacer semejantes acusaciones es por una razón muy sencilla. Quiero que quede claro que todo lo que aquí ha expuesto son calumnias y ustedes –dijo dirigiéndose a los Cardenales- que me conocen tan bien, sabrán que me asiste toda la razón. Y lo sabrán porque con ustedes no guardo secretos, y conocen perfectamente de mis gustos; quizá pudiera tener la debilidad por los jovencitos, criaturas perfectas en cuerpo y en alma, en todo caso, pero jamás por las jovencitas. Las mujeres, y ustedes lo saben, no solamente son seres inferiores, la razón del pecado original, sino que son criaturas huecas, blandas, en una palabra, y ustedes lo saben, me dan asco; el solo hecho de tener sexo con una mujer me haría vomitar –dijo en tono burlón que discretamente le celebraron los purpurados con expresión de triunfo.
Sin perder la calma, Mayela abrió su bolso de cuero negro y sacó una credencial que aun y cuando mostraba el paso de los años, permitía leer perfectamente los datos ahí asentados y mirar la foto de un niño de quinto año de primaria.
- Es probable que, como usted dice, le asista la razón, y jamás abusaría, ni habría abusado, sexualmente de una niña. Pero cuando usted me ultrajó yo no era una niña, yo era un niño. Aquí está la credencial de mi escuela en donde aparece mi foto y mi nombre, y tengo otros documentos que acreditan que ese niño y yo, somos la misma persona; soy una mujer transexual y hace apenas unos diez años que empecé a vivir como tal.
En ese momento, el rostro burlón del padre Molina y de los otros clérigos se transformó y todos se quedaron atónitos y azorados. Uno de los cardenales, incluso, lo volteó a ver con mirada acusadora.

***
Dos meses después Mayela recorre de nuevo las calles de Mixcoac en compañía de su primo.
- ¿Y cómo te sientes ahora? –le preguntó Jesús.
- Completamente liberada. Valió la pena el viaje, decirle en su cara y avergonzarlo delante de los cardenales me hizo sentir tan poderosa… no sé, me cuesta trabajo explicarlo con palabras, pero ahí, en su propio territorio, en medio de toda esa suntuosidad poder decirle usted me violó y dejarlo sin palabras fue liberador.
- Oye pero, entonces, ¿fue a causa de la violación que te volviste transexual?
- No, para nada. El abuso fue cuando yo tenía 11 años, pero desde los cuatro yo sentía que algo extraño ocurría conmigo. Prefería juntarme con mis amigas del kínder, no me gustaban los juegos bruscos y a los 7 u 8 años ya me ponía la ropa de mi mamá a escondidas, y de buena gana le habría pedido a los Reyes Magos una muñeca o un hornito mágico, como el que tenía tu hermana. Incluso a los 10 le pregunté a mi mamá cómo sabían los doctores si el bebé que nacía era niño o niña, yo estaba convencida de que era una niña; y ya ves, no me equivoqué.
-Me da gusto verte tan contenta, tan segura de ti misma, ya con eso valió todo lo que hiciste. Pero dime –le peguntó Jesús- ¿el padre Molina sufrió algún castigo, hubo consecuencias?
- En ese momento uno de los cardenales lo encaró y le dijo que su argumento de que no le gustaban las mujeres se había derrumbado, fue muy severo; los demás se quedaron callados. Y a mí me ofrecieron una disculpa y me prometieron que se abriría una investigación. Ya de salida, y sin que Fermín se diera cuenta, el más joven se me acercó y me dijo que si, en tanto se hacía la investigación, quería dinero a manera de indemnización. Yo le dije que no, que eso no se resuelve con dinero sino dejando de solapar a tanto sacerdote pederasta que, desgraciadamente, sigue haciendo de las suyas con toda impunidad.
En ese momento, al dar la vuelta en Insurgentes, en una de las esquinas del Parque Hundido, Mayela y Jesús se toparon con un puesto de periódicos en donde sobresalía la portada del Universal que decía: “La ONU pide al Vaticano enjuiciar a curas pederastas”. Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de Mayela.
 
 
 

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