Silvia Susana Jácome - - - sexóloga educativa - - -

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El bikini

Hoy quiero hablarles de mi relación con el bikini y de lo que sucedió a principios del año pasado. Si bien la historia de lo que hoy conocemos como bikini se remonta a la Roma clásica de hace 2 mil años, en la era moderna su creación se debe al francés Louis Reard que en 1946 -apenas terminada la Segunda Guerra Mundial- causara revuelo en las “buenas conciencias”.
Así es que, cuando yo llegué al mundo, el bikini ya llevaba ocho años posicionándose en los bustos y en las caderas de las mujeres; y en mi infancia recuerdo una canción que se llamaba “El bikini amarillo” y que narraba las aventuras de un “bikini amarillo con lunares diminutos que estrenaba justo ella hoy con temor”. Y yo, a los 10 años, me imaginaba con el bikini amarillo paseándome en las playas de Acapulco a donde año con año nos llevaba mi padre.
Claro que el asunto no pasaba de fantasías. Ni siquiera en mis incursiones travestis –ya he comentado que desde los 8 años me ponía la ropa de mi madre a escondidas- aparecía el bikini, pues mi mamá, mujer casada, recatada y que asistía a misa todos los domingos, era incapaz de ofender el pudor con semejante prenda, a pesar de que tenía un cuerpo que provocaba la envidia de algunas mujeres y las miradas de muchos varones.
Pero crecí queriendo ponerme un bikini. Recuerdo un viaje que hice con mis padres y mi hermana a Veracruz –yo para entonces ya una persona adulta y mi hermana una hermosa quinceañera- y cómo veía a mi propia hermana lucir un bikini en las playas de Boca del Río. Cuánta envidia sentía.
Y años más tarde, al tomar un curso de buceo, recuerdo las palabras motivacionales de Sandra -una compañera del curso que tenía unos kilitos de más- y quien terminaba agotada luego de que corriéramos diez vueltas en uno de los parques de la Colonia del Valle antes de meternos a la alberca. –Piensen en el bikini, chicas -decía Sandra para motivarlas a seguir corriendo y poder tener un cuerpo que les ayudara a lucir la diminuta prenda. Y yo, en ese entonces un “señor” de barba, en mi interior también pensaba en el bikini, pero como un imposible, como el fruto prohibido que jamás podría degustar.
Y ni siquiera el reconocimiento y la aceptación de mi identidad de género en las postrimerías del siglo pasado me permitieron volver a pensar, en serio, en el bikini. Ya era una persona cercana a los 50 años y con muchos kilos de más; esa gente, me decía a mí misma, no se anda poniendo bikinis.
Aun así, hará como tres o cuatro años que en el Chedraui de Plaza Ánimas me encontré con un bikini; no era amarillo ni tenía lunares diminutos, era color de rosa pero, sobre todo, venía en talla Extra Grande. Calculé que sí me quedaba. Y me lo compré. No con la intención de lucirlo en Boca del Río –como años atrás hiciera mi hermana con su propio bikini- pero sí para podérmelo poner en la soledad de mi casa y mirarme al espejo, como cuando me travestía clandestinamente con la ropa de mi madre.
Pero el asunto de ponérmelo y de ir a una playa me seguía llamando la atención a pesar de que estaba cerca de cumplir los 60 años y de tener, insisto, un severo sobrepeso. Y entonces le mandé un mensaje a una muy buena amiga que vive en Veracruz y, palabras más, palabras menos, le dije que desde los diez años tenía la ilusión de ponerme un bikini y que quería hacerlo a pesar de todo, pero que necesitaría que ella me acompañara para sentirme más segura. Eso ha de haber sido a principios del 2013. Ella, solidaria como siempre, me dijo que sí, pero que habría que esperar algunas semanas porque los días habían estado horribles en el puerto. Me pareció prudente y yo aprovecharía esas semanas para “ponerme en forma”.
Lo que menos hice fue ponerme en forma, yo seguí entrándole a las galletas, al pan y a las tortillas; y aunque llegó el verano y salió el sol en las playas veracruzanas, no acababa de animarme a ponerme el bikini color de rosa.
El tiempo siguió su marcha y por diversas circunstancias que se fueron sumando, a mediados del año pasado decidí poner fin al mentado sobrepeso y empezar a cuidar mi alimentación. La visita a la nutrióloga rindió los frutos esperados y en el segundo semestre del 2014 pude bajar los casi 20 kilos que me sobraban. Ahora sí, me dije, ya estoy lista para el bikini.
Coincidió con que me invitaron a un “Día de playa”; llevaríamos un asador a la playa de Farallón, asaríamos carnes y, por supuesto, quienes gustáramos nos meteríamos al mar. Aprovecharía, entonces, para enfundarme el bikini. Pero sería por sólo unos minutos y no a la vista de la concurrencia, de ninguna manera. Me llevaría encima un espantoso traje de baño de señora –con faldita y todo- y en un lugar retirado le pediría a mi amiga Areli que me acompañara para tomarme la foto. Y así, nada más tomarme la foto y volverme a poner el traje de baño de señora.
Pero se vino el mal tiempo y el “Día de Playa” se pospuso. Y se pospuso, también, el estreno del bikini.
Y entonces se me atraviesa un viaje a Los Cabos. Y otra vez pienso en el bikini rosa... ¿ahora sí? Los 20 kilos de más ya no eran pretexto, pero qué tal los 60 años de edad. ¿Es correcto que una señora de 60 años –y que además es trans- se ande luciendo en bikini?
Entonces el plan fue semejante al que habría urdido para el Día de Playa. Ponerme el bikini y encima una falda larga y una blusa; llegado el momento, me quitaría la falda y la blusa, le pediría a alguien que me tomara la foto y se acabó, de vuelta a la falda y a la blusa.
Y así lo hice. Después de la comida llegué a mi hotel, con enorme ilusión me puse el bikini, me miré en el espejo y disfruté de esa imagen como cuando me travestía. Y así como cuando me travestía debía ocultar el descaro de ponerme una ropa que no me “correspondía”, así también ahora debía de hacerlo. Me puse entonces la falda –una falda larga de una tela suavecita, muy adecuada para la playa- y una blusa blanca sin mangas, también adecuada para llevar al mar.
Y ahí voy, emocionada, sabiendo que minutos más tarde podría cumplir otro de mis sueños. Caminé por la playa Médanos en Cabo San Lucas. Un lugar precioso, la arena suave, el mar de un azul encantador y a los costados los enormes y lujosos hoteles que, a diferencia de lo que ocurre en otras playas, como Acapulco, no han invadido el espacio público; tienen sus zonas con camastros y albercas, pero respetan a las personas de a pie el derecho al disfrute de nuestras playas.
Y caminé buscando el mejor lugar para despojarme de la falda y la blusa, quedarme en bikini apenas el tiempo suficiente para pedirle a alguien que me tome la foto y cumplir mi fantasía. Y mientras caminaba, miraba a otras mujeres en bikini. Algunas, desde luego, con cuerpos preciosos, a sus 20 o sus 30 años. Pero no todas eran la Chica de Ipanema. Había mujeres tan mayores –o casi- como yo, y con cuerpos tanto o más maltratados que el mío; y luciendo sus bikinis tan quitadas de la pena.
Y entonces digo, “¡qué demonios!”, ¿de cuándo a acá vamos a andar con mojigaterías? ¿No me la paso hablando de la apropiación de nuestros cuerpos, de romper con los estereotipos comerciales de belleza y todo lo demás?
Y como Gloria Trevi cuando se suelta el cabello y se viste de reina, yo me quité la falda, me quité la blusa y me quedé en bikini. Y le pedí a una pareja de jóvenes que me tomaran la foto; así lo hicieron y al mirarme en la pantalla de mi cámara me sentí muy bien, muy contenta. Y seguí caminando con mi bikini y me puse a tomar fotos de la playa y de los riscos que se miran a lo lejos. Y entonces una chica muy gentil me dijo que si no quería que me tomara unas fotos. Desde luego que acepté; y me tomó más fotos. Y yo ya no me quería quitar el bikini (o más bien, ya no quería cubrirme, pues tampoco era cosa de quitármelo) Y entonces me convertí en una mujer más en bikini en la playa. Y me sentí tan bien. Y la gente pasaba y corría y jugaba, y un papá se divertía con su hija correteando a las olas, y unos señores se echaban unas chelas, y unos enamorados se miraban a los ojos. Y yo me tumbaba a asolearme, o me metía al agua, o seguía caminando; y nadie me miraba, a nadie le importaba que estuviera con bikini o con un hábito de las Carmelitas Descalzas. Fue maravilloso saberme ignorada, saber que nadie consideraba extraño un cuerpo como el mío enfundado en un bikini. Incluso una señora se acercó para ver si no quería que me hiciera trencitas; amablemente le dije que no, y entonces me dijo, “o para su niña”, refiriéndose a una chica como de 13 años que jugaba con alguien que sería su hermano y que ella dedujo venían conmigo.
Ahora que busco la canción para recordar, me llama la atención su letra. Inicia así la versión de Luis Bastian cantada en español: “Tenía temor de salir del vestuario, como si fuera pecado salir, tenía temor a salir del vestuario, porque los hombres la iban a ver… era un bikini amarillo con lunares diminutos justo que estrenaba ella hoy con temor, era un bikini amarillo con lunares diminutos y temerosa no quería salir”.
Y así estuve –metida en el bikini- hasta que se ocultó el sol, ya sin miedos y feliz durante una hora, o más, disfrutando esa diminuta prenda, ese fetiche que por 50 años me habría perseguido y que hoy por fin pude liberar.
Pueden parecer reflexiones banales, frívolas quizá. Seguramente lo son. Dedicar casi tres cuartillas para justificar porqué ponerse, o no, un bikini, puede ser intrascendente; es intrascendente. Pero cuando se ha vivido en un cuerpo que la sociedad –o que ciertos segmentos de la sociedad- considera equivocado, el asunto adquiere otros matices.
Y entonces permítanme unas reflexiones finales. Para hablar de lo bien que me sentí; de la libertad que sigo conquistando, de la apropiación de mi cuerpo. Me sentí –no, no me sentí, me convertí- me convertí en soberana de mi cuerpo, logré la autonomía para mí y para mi cuerpo que, al fin y al cabo, somos una y la misma. Y entendí que de todo esto que he venido hablando desde hace tiempo, del cuerpo que no miente, del cuerpo que no está equivocado, del cuerpo que no sólo es mío sino que soy yo misma, adquiere nuevas dimensiones.
Es un logro importante, sí; pero es más que eso. Es la apropiación de mi yo; es expropiarle a la sociedad –o a esos segmentos que menciono- el derecho que se ha querido atribuir para decidir sobre mi cuerpo, para decirme qué debo ponerme en función de mi edad, o del ancho de mis caderas o de mis espaldas, o de la talla y de la copa de mi brasier.

Silvia Susana Jácome (2016)
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